El avance tecnológico ha sido uno de los motores más poderosos de transformación social a lo largo de la historia. Sin embargo, según el libro Poder y Progreso, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, la tecnología no siempre ha significado prosperidad compartida. Más bien, su impacto ha oscilado entre promover el progreso generalizado y aumentar las desigualdades, dependiendo de las instituciones y estructuras de poder que moldean cómo se distribuyen sus beneficios.


El libro plantea una idea clave: la tecnología, en sí misma, no es ni buena ni mala. Su impacto depende de cómo las sociedades decidan emplearla. En la Edad Media, por ejemplo, la innovación tecnológica en la agricultura produjo excedentes que podrían haber mejorado las condiciones de vida de los campesinos. Sin embargo, estas ganancias fueron utilizadas principalmente por las élites para construir grandes catedrales y fortalecer su posición de poder, dejando a la mayoría de la población sin acceso a los beneficios de esos avances.


Esta dinámica se repitió durante la Revolución Industrial, que transformó la economía global a través de avances como la mecanización y el desarrollo del transporte. Aunque estos cambios impulsaron un enorme crecimiento económico, gran parte de los beneficios se concentraron en las manos de los capitalistas industriales, mientras que los trabajadores enfrentaron jornadas largas, salarios bajos y condiciones laborales precarias. Según los autores, esto no fue un accidente, sino el resultado de instituciones económicas y políticas diseñadas para beneficiar a unos pocos, lo que perpetuó una creciente desigualdad.


En el contexto actual, el auge de tecnologías como la inteligencia artificial y la automatización refleja patrones similares. Muchas innovaciones contemporáneas están diseñadas para reducir costos laborales, aumentar la productividad y maximizar las ganancias de las grandes empresas. Esto ha llevado a la desaparición de empleos en sectores clave, como la manufactura y los servicios, sin crear suficientes oportunidades para los trabajadores desplazados. El libro argumenta que, al igual que en el pasado, estas tecnologías podrían empoderar a la sociedad en su conjunto, pero solo si se priorizan políticas que promuevan una distribución equitativa de los beneficios del progreso.


Acemoglu y Robinson subrayan la importancia de instituciones inclusivas como un factor esencial para garantizar que el progreso tecnológico beneficie a toda la sociedad y no solo a una élite. Estas instituciones permiten que las personas participen plenamente en la economía y la política, y aseguran que los recursos generados por la tecnología se reinviertan en áreas que beneficien a la mayoría, como la educación, la salud y la infraestructura.


En contraste, cuando las instituciones son extractivas —es decir, diseñadas para favorecer a un grupo reducido—, la tecnología tiende a aumentar la concentración de riqueza y poder, perpetuando las desigualdades. Esto plantea un desafío fundamental para las sociedades contemporáneas: ¿cómo podemos garantizar que las tecnologías del futuro, como la inteligencia artificial, sean utilizadas para empoderar a los trabajadores y mejorar la calidad de vida de todos, en lugar de profundizar las brechas económicas y sociales?


El mensaje de Poder y Progreso es claro. Aunque el progreso tecnológico puede ser una fuerza transformadora, no garantiza por sí solo una mejora equitativa de las condiciones de vida. Las sociedades deben asumir un papel activo en la creación de instituciones que redistribuyan los beneficios del avance tecnológico, fomenten la participación de todos y reduzcan las desigualdades.



Este libro no solo ofrece un análisis histórico profundo, sino también una advertencia: el futuro del progreso humano dependerá de las decisiones que tomemos hoy sobre cómo diseñamos nuestras políticas, instituciones y tecnologías. ¿Estamos preparados para aprovechar esta oportunidad o repetiremos los errores del pasado?